jueves, 20 de diciembre de 2007

La comida de Navidad



La señora Dutroux miró la fuente de horno que tenía ante sí, buscando, tal vez, una inspiración divina. Sus ojillos inquietos recorrieron las hileras de frascos que, bonitos y relucientes como sonrisas de recién nacido, le lanzaban guiños a través de la cocina. “Cilantro”, se dijo, con una sonrisa. Alargó la mano. Un rayo de sol que se filtraba por la ventana iluminó brevemente el contenido verde de uno de los tarros. La señora Dutroux añadió el cilantro al contenido de la fuente.

Iba a ser un día muy especial. Desde el inicio del invierno, no habían podido comer más que algunas sobras y las verduras que se arruinarían bajo las heladas en el huerto. La señora Dutroux, que era una experta en la preparación de sopas con toda clase de elementos, desde almendras verdes hasta raíces de mandrágora, estaba harta de comer porquerías que no alcanzaban a calmar la creciente sensación de hambre que se había apoderado de los estómagos de la familia.

Sus niños, sus pobres niños, estaban famélicos. Una diminuta lágrima, semejante a la punta brillante de un alfiler, resbaló por la mejilla de la señora Dutroux cuando recordó el rostro demacrado de su pequeña Clothilde, mirándole sin reproche desde el catre que compartía con su hermanito. Como padres, era su deber proveerles de todo aquello que asegurara la supervivencia: ¿en qué habían fallado, que pecado habrían cometido para sufrir de aquel modo?. Los niños no se quejaban apenas. Estaban demasiado débiles. Tan sólo aquellas miradas negras y ardientes, como los agujeros que provoca el fuego en una lámina de papel o como las simas desde las cuales rogaban las almas de los condenados.

Pero no debía sentirse triste, porque hoy era un día muy especial.

La lágrima alcanzó la barbilla de la señora Dutroux y se precipitó blandamente hacia abajo, cayendo encima de la carne como uno más de los ingredientes. La comida del día era un milagro, el improbable éxito de uno de los torpes intentos de caza de Papá Dutroux que, hasta que empezara aquel durísimo invierno, había sido un tranquilo campesino incapaz de aplastar a una mosca. Todos habían cambiado, pensó ella mientras suspiraba. Los niños. Papá Dutroux. Ella misma.

Sus manos, independizadas del pensamiento, trabajaban en la comida por su cuenta, desparramando con habilidad las especias y vertiendo una salsa de espléndido aspecto sobre el conjunto. Mientras la señora Dutroux introducía la fuente en el horno, hacía cálculos mentales a la velocidad del viento. La carne recién asada era para la comida del día: Papá Dutroux había afirmado que aquello era un desperdicio, que debía secar la mayor parte para sopas y momentos de necesidad, pero a ella le había parecido una crueldad negarle a sus hijos una comida en condiciones, sobre todo en aquellas fechas tan especiales. Se plantó con firmeza y Papá Dutroux, cedió, como solía hacer cuando se le apremiaba con insistencia.

Un olor lento, delicioso, empezó a brotar del horno y a impregnar la cocina, como un halo celestial. La señora Dutroux aspiró profundamente, llenando sus fosas nasales, todo su corazón con aquel aroma cuyas delicias casi había olvidado. Todas sus Navidades anteriores habían estado acompañadas por ese aroma maravilloso. Se emocionó cuando pensó en sus hijos, en sus sonrisas, en la felicidad que mostrarían en cuanto aquel olor divino llegase hasta sus narices. Algo que no debía de tardar mucho, puesto que los niños jugaban en la habitación contigua a la cocina.
Mientras se hacía la comida, la señora Dutroux cortó pan, sirvió el vino en una jarra de porcelana que sólo utilizaba en las ocasiones especiales y desplegó vasos y platos sobre la mesa en la que tendría lugar la comida. Para darle un toque navideño, colocó una ramita de muérdago en cada uno de los platos. Luego se apartó un poco, para admirar los resultados.

Al otro lado de la pared, empezaron a escucharse unos murmullos excitados, y la señora Dutroux sonrió con dulzura. Casi al mismo tiempo, la puerta de la entrada se cerró con la suavidad característica de la que hacía gala Papá Dutroux en todos sus movimientos.
- ¿Está lista la comida, cielo? – dijo el vozarrón de su marido, a través de la puerta de la cocina. A ella siempre le había resultado curioso cómo un hombre de tan robusta voz podía ser tan delicado en sus maneras. Era uno de los motivos por los que se había enamorado de él.
- No faltan más que unos minutos y podréis sentaros a la mesa. Dile a los niños que se laven las manos.
Así lo hicieron y, mientras la señora Dutroux sacaba la fuente del horno, Papá Dutroux y los chicos hicieron su aparición en la cocina, muy expectantes. La buena mujer volvió a emocionarse cuando los ojos de sus hijos se abrieron como platos al ver la comida. La pequeña y dulce Clothilde soltó un gritito de excitación al ver tanta cantidad y calidad; al instante, inició una discusión a viva voz con su hermano para ver quién se quedaría la parte favorita de ambos.
- No os peléeis, niños. –ordenó la señora Dutroux, tiernamente. Papá Dutroux retiró la silla para que ella se sentase y la ayudó a quitarse el delantal. Los niños tomaron asiento frente a sus platos y miraron con curiosidad las ramas de muérdago. Casi al instante, se inició una nueva discusión, porque la niña quería “el que tiene más bolitas” y el niño no estaba en absoluto dispuesto a cedérselo.
- ¡Basta! – atronó Papá Dutroux con aquella voz suya, un invisible terremoto que pareció sacudir la mesa y calló a sus hijos con encomiable eficacia. Acto seguido, se dispuso a partir el asado para servir las partes correspondientes y para evitar peleas, se dirigió a los niños primero:
- Clothilde, a tí, como eres la más pequeña, te corresponde la parte del torso; no, no pongas esa cara. Cuando seas grande, como Sylvain, también podrás tomar muslo.
- Quiero el reloj–preguntó la niña, con los ojos brillantes de avaricia.
Papá Dutroux suspiró, desabrochó el reloj de la muñeca del hombre asado y se lo alargó a la niña. Su mujer le dirigió una mirada de entendimiento.
- Cielo, imagino que querrás los dedos, como siempre.
La señora Dutroux asintió. Le gustaba mordisquear la carne fina que se adhería al hueso y su marido siempre lo recordaba. Era otro de los motivos por los cuales se había enamorado de él. Papá Dutroux tomó el plato que ella la alargaba y depositó en él las diez falanges, como la amorosa ofrenda a una pequeña diosa doméstica.
- Te quiero, Papá.-dijo ella, guiñándole un ojo.
- Y yo a tí, amor mío.
En cuanto toda la familia estuvo servida, Papá Dutroux anunció que debían de bendecir la mesa. Y tanto los adultos como los niños agacharon la nuca y dieron las gracias por los alimentos recibidos, mientras el sol invernal desplegaba cercos de luz encima de sus cabezas.
Era el día de Navidad.